Por qué el infierno existe y tiene que existir

    Cierto día un hombre que era creyente recibió la visita de un amigo que impugnaba la existencia del infierno. Después de largo rato de explicaciones teológicas que el amigo no quería comprender ni admitir, el creyente le dijo al amigo: te voy a hacer un cuento, luego de lo cual tú vas a justificar la existencia de un infierno.

    En cierta ocasión un jeque árabe, extraordinariamente rico, concibió la idea dar un viaje alrededor del mundo con todos sus hijos, sus hijas, sus parientes y sus sirvientes. Se compró un buen barco de vela, como era el uso de aquella época, puso todos sus caudales en el barco, contrató marineros bien adiestrados, llevó al barco a sus mujeres, a sus sobrinos, a todos sus parientes y a todos sus sirvientes, y zarpó tan pronto pudo.

    Visitaron muchos lugares, y donde quiera que llegaba se portaba generosamente, gastando en los suyos y en los marineros, todo lo que estos desearan. Pronto los marineros se dieron cuenta de que el jeque llevaba grandes caudales en el barco, y conspiraron para quedarse con ellos. Unos pensaron en robarse las armas que el jeque y sus sirvientes tenían en un camarote, y matarlos a todos, pero otros, que agradecían el buen trato que el jeque les había prodigado, convencieron a todos que solamente debían abandonarlos en una isla desierta. Los marineros, se apoderaron de las armas, pusieron al jeque y a sus acompañantes en varios botes que el barco tenía, y los dejaron cerca de dos islitas paradisíacas en medio del océano pacífico.

    Los más agradecidos de aquellos ladrones, le pusieron suficientes alimentos para un mes, todas las herramientas que había en el barco, y al jeque, unas pocas armas en su bote, diciéndole que si se atrevía a usarla contra ellos, les harían fuego desde el barco y acabarían con todos. Viéndose despojado de sus riquezas, pero con la vida de él y de los suyos incólumes, optó por dirigirse todos remando hacia la isla más grande. Una vez allí dio las armas a sus sirvientes más fieles, y él se quedó con dos de aquellas antiguas pistolas.

    Al principio todo iba bien, todos se pusieron a trabajar para sobrevivir. Lo primero fue encontrar una fuente de agua; inmediatamente buscar alimentos silvestres; luego utilizar los avíos de pesca y poner trampas para aves y animales terrestres, a fin de proveerse de carne. Más tarde se valieron de las herramientas para hacer chozas y para preparar la tierra para sembrar. A las pocas semanas ya habían asegurado su supervivencia, y el jeque comenzó a repartir trabajos para ir mejorando cada vez más la calidad de vida de todos.

    Pero ya no todos eran lo mismo que antes. Había quienes no cumplían con su trabajo, otros comenzaron a robarle a sus parientes lo que ellos habían conseguido con su esfuerzo; otros se pusieron a hablar contra el jeque y a pretender suplantarlo, lo cual hubieran logrado, si no fuera que él se quedó con las armas principales, y tenía seis u ocho de sus más fieles sirvientes armados. Incluso algunos de sus muchos hijos comenzaron a hablar mal de su padre, no trabajaban, algunos incluso violaron a algunas de sus parientas, mataron a uno de sus medio hermanos, etc.

    Viendo lo que sucedía el jeque les habló al corazón, explicándoles cómo para poder vivir felices había que tener ciertas normas de conducta. Comenzó por poner leyes para evitar desafueros, pero casi nadie las cumplía, debido a que, como que los que eran peor vivían del esfuerzo de los demás a base de amenazas y violencias, pues todos se desanimaban de trabajar y de cumplir sus obligaciones.

    El jeque observó quiénes eran los peores, y una noche, con la ayuda de sus fieles sirvientes y de un par de hijos que no se habían echado a perder, todos armados, agarraron a los seis u ocho que más perversos eran, los amarraron, y a la mañana siguiente los envió en bote, custodiados, hacia la otra isla más pequeña, la cual estaba separada varias millas por un mar infectado de tiburones. Al llegar allí los soltaron en aquella isla paradisíaca, y los dejaron con algunas herramientas y algún alimento.

    Entonces el jeque los reunió a todos y les dijo que los que siguieran la forma de ser y proceder de los ya condenados, padecerían la misma suerte. Al principio, el temor aguantó a todos, pero al pasar el tiempo, muchos volvieron a sus malas inclinaciones. Unos herían a sus parientes o los mataban, otros les robaban, otros incluso violaban a sus parientas.

    Volvió el jeque desterrar a varios de los peores hacia la otra islita paradisíaca. Así ocurrió varias veces hasta que al fin después de haber desterrado a algunos de sus hijos e hijas, a varios parientes y a muchos de los sirvientes, sacó de la isla a todo los que no procedían como es debido. Era doloroso para el jeque desterrar a sus hijos y parientes, pero era muchísimo más doloroso para él y para todos, ver cómo aquéllos atropellaban, y hasta mataban a sus otros hijos y parientes, sin que valiera nada de lo que él hacía para hacerlos cambiar de proceder.

    Cada vez que enviaba a algún nuevo grupo, al regresar, los fieles del jeque les contaban cómo en la otra isla la situación era espantosa, vivían en un verdadero infierno. Nadie quería trabajar, unos a otros se atacaban sin piedad, pasaban hambre y necesidad, pero nadie trabajaba, porque los demás le robaban lo que hubiera logrado.

    Pasado el tiempo, la isla grande prosperó, y se vivía con seguridad, abundancia y felicidad. En la otra isla se vivía como en un infierno. Un tiempo después uno de los hijos buenos le dijo al padre: "Padre, te das cuenta de que has mandado a nuestros hermanos y parientes a vivir en un infierno." A lo que el padre respondió cariñosamente: "No hijo mío, yo lo único que hice fue separar los malos de los buenos. Yo los envié a una isla paradisíaca; ellos son los que han formado allí el infierno. Si yo no los hubiera mandado para allá, todos mis hijos, todas mis hijas, todos mis parientes y todos mis sirvientes, incluyéndote a ti, estaríamos en el infierno, estaríamos sufriendo injusta e innecesariamente."

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